Honda voz que me acogerás en tu seno por un parentesco lejano de sílabas perecederas, estoy enamorado de ti. Las letras ardientes en las que desde todo fui quedaron ya muy, pero que muy atrás. Sé como premonición que lo que me permanece en la altura del oxígeno y sus redes, acabará también por derribarme en su día, con igual entrega, hundiendo en mí las nieves sin salvación de aquel abismo.
Apareció entonces ella. Tan alta ella. Con el pelo canoso ella, como la plata que relumbra desde el fondo intacto de una espiral esperanza, esparciendo algas y orillas y gotas de sangre a cada paso, vestida con una túnica naranja, mientras atravesaba el corredor de las penumbras que siempre se dirigen hacia mí, que siempre dan conmigo.
El reloj de mis palabras sonó a las 8. De qué querría avisarme, me preguntaba. Entonces no lo supe.
Ella insistía en estar frente a mí callada mientras se cosía números al azar en sus pechos. Insistía en besar la entrepierna de los maniquíes. Quería apagar la llama de cada uno de los cirios con un soplido vespertino de aniversario.
Abrió una bolsita de arena que luego derramó en el suelo y en un instante cientos de cangrejos me devoraban los pies con el sonido de un susurro que confiesa sus últimas voluntades. Puso en mi lengua una crisálida solar y pude paladear la sed más infinita que me recordó a mi viaje de 11 años por el desierto de lo que es sagrado. Pero al intentar hablarme volaron de su boca abejas y más abejas para libar en la miel de mis ojos las dos rosas abiertas que no lloraban desde hace siglos.
Yo cordial, le cedí el asiento de mi lado que siempre guardo vacío para que descanse en él de vez en cuando una idea olvidada, una i griega derretida, no sé, cualquier paisaje deseoso de romper con su respiración los últimos espejos. Se fue después, y al marcharse, una nube ocupó el lugar de mi corazón. Ya no tengo corazón donde antes lo tenía. Al marcharse subió la marea en mis pensamientos, y ahora mi cerebro es una mar que celosa mece sus tesoros.
Ya no están mis pensamientos donde estaban antes. Y se enraizaron, al marcharse ella, selvas americanas a través de mis extremidades, y ocultas cuevas de mariposas revoloteando, hicieron su hueco en mi estómago que me duele cada día, y estrellas marinas cubrieron mi sexo conquistado por latidos de luces, de destellos y salitre. Fue entonces, entonces, cuando cerré los ojos con una envidiada noche y brotó una única y rotunda y solitaria palabra desde mis labios cenicientos y amanecidos: “yo, yo te sí...”