Me parieron en un callejón mientras los meses en las tinieblas 
zambullían famélicos, la cabeza cargada de la lluvia, hasta ahogar la 
reverencia de su música a los pies de las ciudades apestadas. Me 
amamanté de los pechos de la locura y los mordí con fuerza; y degusté 
complacido la más amarga de las savias. Así se hicieron duros mis 
huesos. Gocé desvelados deleites con mujeres cada una de diferente piel y
 derramé el vino espeso de mi última pasión en sus gemidos; y extendido 
en las preguntas soterradas, semejante al dolor en los hombres, comulgué
 con la confesión nocturna de cada caricia. Así mi carne ardió siempre 
febril como un deseo. Recorrí descalzo, hasta la extenuación, las brasas
 de la partida a espaldas de las redes del miedo y la emboscada, y 
soporté de donde estuve, juro, los linchamientos de las vergüenzas 
ajenas; y me recluí en mi silencio con un designio empapado y mi 
silencio se desangró, tanto, con tal vehemencia, que se resquebrajaron 
los muros de sus clausuras. Así regresaban a morir en mi alma, pájaro 
tras pájaro, todos los amaneceres.
Oíd, oídlo todos, fuera de mí mi pensamiento existe. Yo solitario reino en medio de un círculo de llamas negras. Allí mi voz es inextinguible hasta la proclamación y crece. Extendió sus venas de necesidad y ya es tarde para negarlo. Todo vislumbre mi ser de nuevo. Y qué pretenderá la mar que se acerca a cada latido y cómo no admirar con angustia el horizonte lejano.
Pronto olvidaría mi lengua madre y más tarde sería el remordimiento de muchos esfuerzos, cuando atento al monólogo de la naturaleza, me adentré en la espesura.
Ciego como luz que resplandece y origina los días, no cesé de escuchar hasta hoy la nana del auxilio, no me poseyó el rayo antes con tanta violencia, no invoqué nunca mi plegaria con tantos desmayos. Invadí mi nombre con un himno negro al asalto y al levantamiento. E hice mía la palabra con una batalla de ojos en blanco.
Oíd, oídlo todos, fuera de mí mi pensamiento existe. Yo solitario reino en medio de un círculo de llamas negras. Allí mi voz es inextinguible hasta la proclamación y crece. Extendió sus venas de necesidad y ya es tarde para negarlo. Todo vislumbre mi ser de nuevo. Y qué pretenderá la mar que se acerca a cada latido y cómo no admirar con angustia el horizonte lejano.
Pronto olvidaría mi lengua madre y más tarde sería el remordimiento de muchos esfuerzos, cuando atento al monólogo de la naturaleza, me adentré en la espesura.
Ciego como luz que resplandece y origina los días, no cesé de escuchar hasta hoy la nana del auxilio, no me poseyó el rayo antes con tanta violencia, no invoqué nunca mi plegaria con tantos desmayos. Invadí mi nombre con un himno negro al asalto y al levantamiento. E hice mía la palabra con una batalla de ojos en blanco.

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