Siempre que pienso en él o recibo alguna carta 
suya, una mano felina entierra un corazón doble en un maniquí tras la 
tormenta, alguien yergue una espada de conchas a favor de su paso, y los
 niños vestidos de morado hallan un abecedario nuevo en la página 47. 
Como decía, me es imposible disociar su persona de aquellos quienes 
pudieron salvarle. El mes pasado, uno de esos terribles que comienzan 
por L, le encontré sembrando relojes y semen y estrellas tras las 
paredes del convento, más tarde le acompañé hasta casa, no me veía, y al
 cerrar la puerta se revistieron de espuma las hojas y el girar de los 
planetas, los corderos murieron de estallido y negrura, y alguna que 
otra princesa besaba ranas con las uñas pintadas de éter en un 
terciopelo lejano. Según las últimas declaraciones a prensa, goza de un 
brutal peso de tres atmósferas doradas sobre sus turbadores hombros, 
soportan sus manos de hormigueros y arena las brasas del octosílabo 
viejo, y prolonga más allá de los límites su melena indómita, ardiendo, 
un Universo de interiores mayestáticos que no podrá acabarse nunca, no 
al menos en las trincheras que una mar cósmica, embravecida, sortea ya 
innegable. Me dijeron después, en 1878, que en su pueblo le cerraban las
 puertas, que era escupido en mitad de la plaza, que ya nadie entendía 
su voz primorosa de altos vuelos; entonces lloré, se detuvieron las 
palabras. Lloré los puntos cardinales de los orígenes subterráneos y la 
pobreza, se detuvieron las palabras. No pude evitar que aquel llanto 
precipitase una riada nueva llevándose consigo el verde panegírico prado
 de mis ojos, se detuvieron las palabras, y todas, de todas las lenguas,
 acudieron volando a su alma, tierra mágica espejismo, dejando por un 
momento todos los libros en blanco, todas las bocas insomnes, para ser, 
ser en fin, solo ser, bienvenidas en el central ardor bajo sus 
congénitas cinco letras de espacio temporal sin fondo. 

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