Miguel Hernández: APOLOGÍA DE ILUMINACIÓN

Siempre que pienso en él o recibo alguna carta suya, una mano felina entierra un corazón doble en un maniquí tras la tormenta, alguien yergue una espada de conchas a favor de su paso, y los niños vestidos de morado hallan un abecedario nuevo en la página 47. Como decía, me es imposible disociar su persona de aquellos quienes pudieron salvarle. El mes pasado, uno de esos terribles que comienzan por L, le encontré sembrando relojes y semen y estrellas tras las paredes del convento, más tarde le acompañé hasta casa, no me veía, y al cerrar la puerta se revistieron de espuma las hojas y el girar de los planetas, los corderos murieron de estallido y negrura, y alguna que otra princesa besaba ranas con las uñas pintadas de éter en un terciopelo lejano. Según las últimas declaraciones a prensa, goza de un brutal peso de tres atmósferas doradas sobre sus turbadores hombros, soportan sus manos de hormigueros y arena las brasas del octosílabo viejo, y prolonga más allá de los límites su melena indómita, ardiendo, un Universo de interiores mayestáticos que no podrá acabarse nunca, no al menos en las trincheras que una mar cósmica, embravecida, sortea ya innegable. Me dijeron después, en 1878, que en su pueblo le cerraban las puertas, que era escupido en mitad de la plaza, que ya nadie entendía su voz primorosa de altos vuelos; entonces lloré, se detuvieron las palabras. Lloré los puntos cardinales de los orígenes subterráneos y la pobreza, se detuvieron las palabras. No pude evitar que aquel llanto precipitase una riada nueva llevándose consigo el verde panegírico prado de mis ojos, se detuvieron las palabras, y todas, de todas las lenguas, acudieron volando a su alma, tierra mágica espejismo, dejando por un momento todos los libros en blanco, todas las bocas insomnes, para ser, ser en fin, solo ser, bienvenidas en el central ardor bajo sus congénitas cinco letras de espacio temporal sin fondo.

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